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TVmanía | Muerte en pantalla

01/08/11 por Victor Amela

– Muerte en pantalla –

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La muerte es probablemente el gran motor de la humanidad. La muerte nos llevó a levantar túmulos, dólmenes, pirámides. A fundar religiones, filosofías y movimientos estéticos. Ciudades de nichos y ceremonias y espectáculos en la arena y una historia a golpe de mortíferas guerras. Y a cristalizar pinturas, novelas y películas. Y videojuegos: recuerdo de mi niñez la primera vez que oí la expresión “matar marcianitos”. Matar como base de un juego. Matar para ganar. Muere o vive. En 35 años han seguido una cascada de videojuegos en los que se trata de matar, en que el jugador asume la función del homicida. A más muertos, más puntos.

Supongo que se trata de la estilización virtual de una función humana intrínseca, una función que viene con la bestia, que viene de fábrica, de serie: la de cargarse todo lo que se mueve, incluidos algunos prójimos. He pensado en ello ante algunas de las imágenes que nos han llegado del crimen de la isla noruega. Ese asesino ha actuado como un jugador de videojuegos: para él esos chicos eran monigotes que tumbar, puntos que ganar en la pantalla de su mente. Una pantalla ordinal y cuantitativa en la que no hay más emociones que los puntos. Ese asesino, más que xenófobo o ultracristiano (¿) es un jugador de videojuegos que trasladó a su vida presencial la vida virtual.

Para esta criatura, las demás personas son obstáculos. Obstáculos que eliminar para acceder a la pantalla final, que no sabemos muy bien en qué consiste, pero que seguro sería muy aburrida, muy pobre y muy estéril. Probablemente en esa pantalla final esté el solo. Él sólo frente a otra pantalla grande. Como en una barraca de feria virtual, abatiendo patitos, marcianitos, personas. Él ha declarado –citando al desprevenido Stuart Mill- que una persona con una creencia es más poderosa que cien mil descreídos. Sustituyo “poderosa” por “peligrosa” y entiendo mejor la idea. Entiendo a qué conduce la convicción de que tu creencia merece la muerte de cien mil personas, de cien personas, de una sola persona.

Ese asesino noruego ha expresado al fanático humano –y perdón por la redundancia: los animales no son fanáticos- que todos somos, ha expresado al hincha, al telespectador, al creyente, al iluminado, al competidor, al jugador febril que todos llevamos dentro. Monstruosidades como la de la isla noruega quizá sean el precio que paga la especie humana por ser tan poderosa, tan peligrosamente poderosa.

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