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Mi tío Josep Amela ‘en campaña’, 1938 | Seis cartas camino de la batalla del Ebro (octava parte)

07/08/11 por Victor Amela

Josep Amela cita en sus cartas a algunas personas cercanas. Además del malherido Martorell, de sus compañeros Andrés y Font y de su comisario, aparece también citada la esposa de este último:

“En una de les cartes ultimament escrites per mi ja vos comunicava la arribada aquí dalt de la senyora del Comisari, doncs vaig rebre el paquet que li vàreu confiar amb tot el seu contingut, per més com ja vos deia a la mateixa, que de cuestió de sabó i pasta per les dents, etc, etc, encara en tenia, pero mai anirà malament. Aquesta senyora, encara que no ha tornat a Sant Andreu, quan torni segurament vos vendrá a veure” (27-6-38, nótese el impecable catalán escrito de aquel joven barcelonés de 18 años recién cumplidos, tanto como su castellano: las escuelas de la Generalitat hicieron un buen trabajo en este sentido durante los años 30).

Se trata de vecinos del barrio de Sant Andreu, con los que tienen trato frecuente, pues allí acude la madre de José Amela desde la Trinitat Vella para vender alpargatas forcallanas, y por allí su padre desempeña algunas labores como labrador en huertas de aquellos descampados.
Además de esta mujer, figuran un par de personas más en las cartas de Josep Amela, personas que le son próximas: un tal Paco y un tal Progrés. No sé quien sería el tal Paco, al respecto del que Josep Amela escribe:

“Cuando me escribáis ya me diréis si en casa del Paco han recibido noticias de él, pues desearía que así fuera y que estuviera bien, porque yo le escribí en cierta ocasión, o sea, cuando en su casa me mandaron su dirección, y aún no he tenido contestación alguna por parte de él” (19-7-38).

El tal Paco podría ser algún compañero de trabajo en las oficinas de Olivetti, o un amigo o vecino también movilizado en algún otro punto del frente. En cambio, acerca de la otra persona citada en las cartas, el tal Progrés, sí he averiguado alguna cosa interesante: se llamaba Progrés Pujol y era buen amigo de la familia, y lo era en particular de Carme (mi tía, fallecida en xxxx), la hermana mayor de Josep Amela. Parece que podrían haber estado medio ennoviados, o, en todo caso, él debió de sentir un cálido afecto por ella. El caso es que, por fortuna para la familia Amela, Progrés Pujol tenía mando en la delegación de las juventudes comunistas del barrio, en las milicias antifascistas. Su afecto por la familia Amela resultó providencial: intercedió ante sus compañeros -según me cuenta mi padre- para que no molestasen a la familia, que corría cierto peligro por tratarse de fervientes católicos. Las patrullas de control antifascistas –mayoritariamente faístas, es decir, dominadas por miembros de la FAI-, a menudo bandas de asesinos inmisericordes (léase “Diari d’un pistoler de la FAI”, editorial Proa), no molestaron a la familia Amela, felizmente. De julio de 1936 a mayo de 1937, estas patrullas asesinaron salvajemente a miles de barceloneses y catalanes sospechosos de no ser partidarios de la revolución popular. En particular estaban expuestos a cualquier desmán todos aquellos que mostrasen fervor religioso, como podía ser el caso de la familia Amela Ferrando. Éstas son las alusiones a Progrés Pujol, benefactor de la familia Amela, en las cartas:

“Por el momento no he recibido ninguna carta de el Progrés, pues si me escribe yo ya le contestaré enseguida y ya os diría algo” (15 de junio). “Yo del Progrés recibí una carta pero ya os lo dije, y por ahora no he recibido ninguna más. Tan pronto reciba una ya os lo comunicaré” (14 de julio).

De lo que se deduce que Progrés Pujol estaba en algún otro punto del frente, o quizá de la retaguardia, pero no en el barrio de la Trinitat Vella. Ahora he sabido que diez años después de esta correspondencia, Progrés Pujol vivía exiliado en el sur de Francia, en Ceret. Lo sé porque en el mismo sobre en que mi tío Josep guardaba sus fotos de maniobras durante el servicio militar franquista de 1945, ha aparecido una vieja foto de tamaño carnet de un hombre de unos treinta años, de frente despejada y mirada franca, en cuyo reverso reza esta dedicatoria, escrita con muy buen pulso en una perfecta, armoniosa y minuciosa caligrafía:

“A mis ex vecinos familia Amela, en prueba de agradecimiento y de una vieja y cimentada amistad.
Progrés Pujol.
Ceret, 15-3-48”.

Yo no sé que favores pudo recibir Progrés Pujol de sus vecinos los Amela, pero entiendo que él los devolvió con creces. Su compromiso político y su activismo durante la guerra le obligaron al exilio al finalizar la maldita contienda. Sabemos de este hombre que poco después de enviar su retrato desde Ceret emigró a Venezuela. Y que allí murió a mediados de los años 50 (es una información que no he contrastado).
La hermana mayor del joven Josep Amela, mi tía Carme, nunca se casó. Ella murió en Barcelona en 19…, a los .. años de edad. No la oí nunca hablar de su juventud. Quizá su último pensamiento fue para el joven Progrés, aquel chico del barrio de noble mirada.

* * *

¿Qué opinaba Josep Amela de la guerra en la que andaba metido? Lo que yo sé de sus ideas políticas es que jamás se acercó a formación política alguna, ni en su juventud ni durante el resto de su vida. Sólo perseveró siempre en hablar el catalán de sus padres, y a sus pequeños sobrinos nos insistía para que aprendiésemos a hablarlo correctamente.
En ninguna de las seis cartas del joven Josep Amela puede leerse la menor alusión a las pugnas políticas de la época. La suya era una familia no politizada, trabajadora, pobre y católica, una familia de inmigrantes de habla valenciana (o como queráis adjetivar el viejo catalán hablado en els Ports de Morella desde el siglo XIII, como si le llamáis lemosín). El joven Josep Amela se instruyó en la escuela pública catalana hasta los 14 años, edad en que empezó a trabajar.
En la última que se conserva de sus seis cartas escritas desde el frente, la fechada el 19 de julio de 1938, azuzado por el segundo aniversario del estallido del conflicto, un melancólico Josep Amela, joven de 17 años de edad “en campaña”, se atreve al fin a escribir con mal contenido enfado un airado exordio sobre la “maldita guerra”:

“No tengo mucho que contaros, por ser que no hay novedad ninguna por estos mundos en que vivimos esta vida tan sosa, pues a ver cuál será el día que se terminará esta maldita guerra que hoy hace dos años que estamos sufriendo y nos volveremos a juntar todos y podremos seguir nuestra vida normal con paz y tranquilidad, pues espero sea pronto, como estoy seguro que vosotros estáis también con más ganas aún que yo a que se termine, esto que mías no son pocas”.

Harto del frente. Harto de la separación de los suyos. Harto de la guerra. Harto de la maldita guerra. Seis días después de este desfogue epistolar, Josep Amela cruzaba el Ebro y su vida dejaba de ser sosa y moderadamente arriesgada para ser letalmente peligrosa.
En cartas anteriores había lamentado no poder estar junto a sus padres y hermanos, “día que no se hará mucho de esperar”. Josep Amela acertó, aunque fuese a cambio de una bala en el pecho.

* * *

“A ver cuál será el día que se terminará esta maldita guerra que hoy hace dos años que estamos sufriendo y nos volveremos a juntar todos y podremos seguir nuestra vida normal con paz y tranquilidad…”

¡Pobre! No dejo de repetirme este párrafo de la última carta del joven soldado Josep Amela mientras contemplo las fotos que atesoró junto a sus cartas del frente, textos e imágenes ocultas durante 70 años. Me impresiona en particular la pequeña fotografía cuadrada (¿quizá recortada de otra de mayor tamaño?) en la que aparecen cuatro reclusos del campo de concentración del Puerto de Santa María, en Cádiz. Uno de ellos –el de abajo a la izquierda- es el jovencito Josep Amela, a la sazón de 18 años de edad, por mucho que parezca cargar encima con algunos años más. Sé que tiene ahí 18 años porque en el reverso de la foto, escrito a punta de lápiz, reza: “Cádiz, 6-5-39”.
Y otra mano, con otro lápiz y mejor letra, añadió, casi sin apretar la punta: “Año de la Victoria”.

Y diría que es una tercera mano la que desgrana con diminuta e impecable caligrafía los nombres de los cuatro compañeros ahí fotografiados, los nombres por los que respondían esos cuatro rostros renegridos y adustos, perdedores de una guerra siempre perdida: “Eudaldo Portell, Antonio Puig, Ramón Sancho, José Amela”.

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