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CRÍTICA DE TV | La mala de la función

12/07/11 por Victor Amela

CRÍTICA DE TV

La mala de la función

Víctor-M. Amela

El buco expiatorio de la conciencia del telespectador es esta Aída Nízar, cuyo ego asume este papel

LA VIDA. Corren los toros a todo pulmón por callejuelas estrechas, entre centenares de personas que también corren. Las astas de las bestias rozan los cuerpos vulnerables de los hombres. Las cámaras de televisión (TVE) retransmiten esta espeluznante carrera desde todos los ángulos. Con espectaculares índices de audiencia, cada mañana de los Sanfermines, desde Pamplona, en directo. No me extraña nada la expectación popular: se trata de un espectáculo insólito, asombroso, más que singular. Es único: sucede sólo en este peculiar rincón del planeta y pasma al mundo. Son cada mañana unos minutos excitantes y sobrecogedores, porque son unos instantes entre la vida y la muerte, unos momentos en los que alguien puede morir. Por eso miramos tanto y miramos tantos: no deseamos que nadie muera – claro, claro-..,pero la posibilidad de que alguien muera es lo que nos hace mirar, es lo que hace intensos y valiosos esos instantes. La televisión – esa poderosa prótesis de nuestra mirada-nos recuerda aquí y nos revela así que lo que nos hace sentir vivos es la conciencia de que la muerte está siempre rozándonos el costado con su bufido y sus pitones afilados. Mañana vuelvo a mirar.

LA HIJA DE P… «Dónde crees que preferiría ser enterrado Ortega Cano?» La preguntita se la hace una colaboradora del programa Supervivientes, Aída Nízar, a la cuñada de Ortega (Rosa Benito), que nada sabe del accidente de su cuñado (que a su vez quizá esté viendo esta escena desde su cama del hospital). La escena de la conversación desde la isla de Supervivientes la emite Telecinco, que ha enviado allí a Aída Nízar a sabiendas de que es una egópata megalómana que no calibrará el daño de sus insidias. Tras emitir las imágenes de esa carroñera actuación, el presentador se enfrenta a Aída Nízar y la tilda de «hija de p…»: es comunicativamente un acierto empático, ya que eso es lo mismo que está pensando el telespectador. Es así cómo el programa se gana el aplauso y la atención del respetable. Pero es obvio que el programa es cómplice de la venenosa psicopatía de su colaboradora, pues emite la conversación… pudiendo no hacerlo. Y lo hace para justificar el dinero que le paga a Aída Nízar, a la que tiene contratada como malvada profesional, y porque lo primero es el espectáculo: en todas las ficciones se precisa de un malo que nos haga buenos a los demás, un malo al que cargar con todas las pulgas, al que reprocharle toda la maldad, y aliviarnos insultándole, fustigándole y enviándole al sacrificio. El buco expiatorio de la conciencia del telespectador es esta Aída Nízar, que asume este papel porque le retribuye más la vanidad de su ego exhibicionista que su dignidad.

EL EMPERADOR. El magnate Murdoch cierra uno de sus diarios impresos porque nos hemos enterado de que sus periodistas pinchaban teléfonos a diestro y siniestro, a ciudadanos particulares y a la familia real. Lo cierra porque nos hemos enterado: ¿lo sabía él? El cierre huele menos a expiación moral que a maniobra purgativa para allanar la toma de la plataforma televisiva B Sky B. Porque la televisión es hoy la herramienta imprescindible para el control de las conciencias. La prensa es útil como mecha con la que desencadenar estados de ánimo, pero sólo la televisión puede amplificarlos hasta llevarlos al último rincón de la última casa. Para ser emperador del mundo, antes hay que ser amo de la televisión.

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