Después de su pulso con De Cospedal el pasado lunes en Los desayunos (La 1), Ana Pastor ya sabe lo que le espera cuando el Partido Popular se haga con el gobierno de España: dimitir. Sí: si el futuro gobierno del Partido Popular actúa en TVE como ha anunciado De Cospedal que actuará –por considerar parcial y partidista la información que emite TVE–, a una profesional intachable como Ana Pastor sólo le quedará ese camino, en nombre de su dignidad. No le quedará otra, a menos que alguien en el Partido Popular desautorice las acusaciones de la señora De Cospedal contra TVE (cosa que no sucederá) y en su día se elija a un director general de consenso (dudo que suceda) que respete el trabajo de los profesionales del medio como han conseguido los colegas de TVE durante los años de Zapatero, pese a las inevitables presiones desde el PSOE, desde el PP y desde otros ámbitos. Uno de los trabajos del periodista de todo gran medio es resistir con templanza a todas las presiones.
Cuando la BBC adoptó y desarrolló, a finales de los años veinte del pasado siglo, aquel estrafalario invento de John L. Baird llamado televisión, lo hizo con un propósito primordial: transmitir a la población algunos partidos de fútbol, algunas carreras de caballos y ciertas ceremonias reales. El funeral del rey Jorge VI, en 1952, fue la primera gran ceremonia de estas características transmitida por televisión. Y al funeral le siguió, unos meses después, la ceremonia de coronación de la reina Isabel II. Fue ella precisamente la que permitió que se televisara la ceremonia, pese a los temores de algunos de que la intromisión de las cámaras atentase contra la solemnidad de tan regia ceremonia. Así, únicamente se apartaron los objetivos de las cámaras en el momento de la unción de la reina, el más sagrado. Veinte millones de personas asistieron a la coronación a través de la pantalla, una cifra que hoy parece ridícula pero que era entonces espectacular. “La tecnología más moderna entroniza a la institución más arcaica”, publicó la prensa en aquel momento. La hermandad entre televisión y monarquía sigue vigente desde entonces, como en su día en el funeral de lady Di, como anteayer en la boda del príncipe Guillermo. En la antigüedad se bordaban tapices, se cincelaban copas, se pintaban telas. Hoy se llenan pantallas de televisión. De hecho, todas las pantallas de todas las cadenas de televisión españolas se llenaron ayer, sin excepción de la boda entre Guillermo y Catalina Isabel, reyes futuribles de la Gran Bretaña. La transmisión demostró la precisión británica para estas cosas de la televisión, con todo previsto y cronometrado, y todos los ángulos de cámara imaginables, para los ojos de 2.000 millones de personas. Esos encuadres –algunos muy espectaculares, como los cenitales desde las alturas del templo– nos mostraron a la reina de verdad, la reina Isabel II vestida de amarillo limón, la reina pionera de la televisión: por eso me pregunto si esa mujer era realmente Isabel II, o bien una doble enviada por ella, para quedarse la soberana tranquilamente en palacio viendo el regio espectáculo por la tele, riéndose con un gin-tonic en la mano. Otra que opinó desde su título nobiliario televisivo fue Belén Esteban, que a través de su cuenta de Twitter lanzó este mensaje, no sé si sarcástica o delirante: “Felicidades, de princesa a duquesa de Cambridge, que acaba de casarse. Les deseo mucha felicidad”. Olé sus títulos.