TITULO: Fuego en los Ports
SUBTITULO: Una impresión desde Horta de Sant Joan
PUBLICADO: Revista “Bisgargis”
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Víctor-Manuel Amela (Verano 2009)
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Los forcallanos estíos de mi niñez me dejaron tal huella indeleble que, de mayor, he perseguido aquel paraíso perdido cazando paisajes, sabores, olores, estampas y sensaciones que hicieran resonar en mí aquellas remotas y dulces vivencias, igual que resuena la última cuerda de un arpa cuando tañes otra. He recorrido durante más de 25 años todos los pueblos del Maestrazgo y dels Ports de Morella (Valencia), y del Matarranya (Aragón) y de la Terra Alta (Catalunya), perdiéndome entre su calles y plazuelas, admirando la vetustez de sus casonas y el orgullo de sus fiestas, gustando del agua de sus fuentes y del carácter de sus gentes, fabulando su pasado y embriagándome de su atmósfera preñada de historia y de historias de labradores y bandoleros, moros y reyes, íberos y romanos, castillos y cuevas, amores y guerras.
En el curso de estas andanzas arribé un buen día a Horta de San Joan, pueblo de la Terra Alta, esa comarca del confín suroccidental de Catalunya que limita con la turolense comarca del Matarranya. Me arrobaron sus perfiles, sus piedras, sus paisajes agrestes y virginales de boscosos barrancos y bellos ríos y pozas, sus aires y sus gentes. En un mas de su término, con vistas a las montañas de Els Ports (“los Ports”, para decirlo como decimos a uno y a otro lado de estas montañas) he pasado varios veranos. Me he internado en sus fragosidades y he sabido que esas alturas las cruzaban por empinadas y angostas sendas antiguos pastores y “traginers” y leñadores y carboneros desde tiempo inmemorial, que así accedían a las costas del delta del Ebro y de la plana del Sènia. Por eso creo que esas montañas no han separado nada, sino que han constituido siempre el espinazo de un mundo coherente y homogéneo que hoy se derrama desde sus picos entre Catalunya, Aragón y Valencia. Esta es una división que está en los mapas, pero que desconocen los árboles y las peñas, los rebaños y los buitres, los ríos y los peces que en ellos nadan. Y las gentes, que desde hace 800 años se cruzan las mismas músicas y palabras (aquí también la almendra es “amela”), al margen de que sus papeles digan que son tarraconenses, turolenses o castellonenses.
Desde mi masía veo pinares y encinares, las totémicas rocas de Benet a un lado y un oleaje de crestas pétreas que baten el horizonte entre el sur y el poniente, allí dónde vislumbro las cimas azules dels Ports de Morella. Atravieso algunos campos de almendros y olivos por un camino de tierra, salgo a la carretera y me topo con un cartel que indica, a la derecha “Horta” y, a la izquierda, “Vall-de-roures” (Teruel) y “Morella” (Castellón), y sé que una hora de coche -o por Monroyo o atajando por Penarroja y Herbés-, me planta en Morella y en Forcall, y eso me hace sentir en casa: siento que estoy en una tierra en la que desde los vocablos a los pálpitos son los mismos desde Horta hasta Forcall, que son los mismos aleros y campanarios, los mismos sabores y sinsabores, la misma historia común de los ilercavones a Cabrera, pasando por Jaume I y por generaciones de pastores y labradores. Mi país, un país de cuajada y miel, de lana y queso, de uva y almendra, de trigo, aceite, vino y trufa. Un país que el gran escritor Joan Perucho también admiró y amó. Un país de muelas y barrancos que tuvo siempre muy lejos los centros de poder de Barcelona, de Valencia y de Zaragoza. Mi país del alma.
Por eso me ha dolido tanto, este pasado verano, el fuego de Horta de Sant Joan. Un incendio que devoró 1.200 hectáreas de bosque en el cauce del río Canaletas, en el extremo nordoccidental de los Ports, en la frontera septentrional de este país del corazón. Lo comentaba a finales de este verano con Juli Micolau, el poeta de La Freixneda (Matarranya), un poeta que fue pastor de cabras por los Ports siendo niño y adolescente, y que me confesó su llanto cuando -desde Barcelona- supo del incendio de Horta, porque “cualquier rincón de los Ports es también mi casa y mi país”. Por eso me gusta decir que para los forcallanos también lo es, pues además sabemos qué pasa cuando el fuego devasta tus cimas, laderas y riberas hasta lamer el manto de la Virgen de la Balma. Sabemos de las cenizas que llueven sobre nuestras cabezas cuando el fuego ha consumido millones de árboles que tardarán muchos años en volver a vestir el aire.
Por eso quiero aprovechar para clamar que debemos ser cuidadosos con el patrimonio vegetal, que es de nuestros hijos y nietos, no nuestro. Mantengamos abiertas y limpias sendas y caminos, proyectemos cortafuegos, tengamos siempre a punto un dispositivo de bomberos y agentes forestales en los pueblos que tengan bosques que proteger. En Horta de Sant Joan, las autoridades habían bajado la guardia antes del fuego, y los mandos de los bomberos se confiaron demasiado durante el incendio. Cinco vidas humanas se perdieron, vidas de héroes que hoy podrían estar vivos…
Los bosques de nuestros pueblos de montaña, que dieron tanta vida a nuestros antepasados, pueden seguir dándonos todavía mucha riqueza –paisajística, turística, anímica- a nosotros y a nuestros descendientes. Pero hemos de cuidarlos como si fueran nuestra propia piel. ¿Lo haremos?
Fotos de: photo credit: manelzaera